Los escombros de la identidad en el Espacio Escénico.
Autor: Alberto Gallardo

“La MEMORIA...
¡Vale la pena ocuparse de ella!”
Tadeuz Kantor “La escena de la memoria”
“Lo que llamamos identidad y que antes, con mayor propiedad, se llamaba el carácter, el alma o el genio de los pueblos, no es una cosa que se pueda tener, perder o recobrar. Tampoco es una sustancia ni una esencia. América latina no es ni un ente ni una idea. Es una historia, un proceso, una realidad en perpetuo movimiento y cambio continuo. América latina existe en la historia o, más bien, es historia: una sociedad de sociedades en un territorio enorme rodeado de otras sociedades, todas en movimiento. Una sociedad es una cultura: un conjunto de individuos, cosas, instituciones, ideas, tradiciones e imágenes. Una realidad sui géneris pues no es enteramente material ni ideal. América latina es una cultura. No es fácil definirla y ni siquiera describirla. [...] América latina es una realidad verbal. O sea: una lengua. Y aquí quien dice lengua, dice visión del mundo.”
Octavio Paz, ”El baile de los enmascarados [Conversación con Octavio Paz, en París, el 18 de diciembre de 1991].
¿Puede hablarse de una crisis de la Historia frente a la mirada del ser humano contemporáneo? A partir de algunas proposiciones de Steiner en un ensayo de 1965 “Literatura y poshistoria”[1], donde reconoce por un lado, que el ser, considerado desde su perspectiva histórica, se halla en una inestabilidad existencial, pues la afirmación, el presente del verbo ser, se transforma siempre en un futuro; ya que la Historia, ese ejercicio de resguardo de la memoria, de testimonio del suceso; abre un horizonte siempre en devenir e infinito: el ser humano no acaba nunca de ser, no alcanza nunca ese estado humanizado y liberado sino que reside dentro de una tirante y fragmentaria visión del conflicto político - económico. Y donde posteriormente, coloca a la literatura como la Esperanza dramatizada, en la medida en que es una crítica de lo actual a la luz de lo posible y abre un primer estado de inestabilidad del ser y por lo tanto de su presencia: ¿en qué medida el arte –la literatura- suplantaría –de forma ficticia-, la consciencia histórica del ser humano, abriendo una otra posibilidad del presente?.
Quiero, a través de este escrito, revisar la relación que guarda esa consciencia Histórica con la consciencia de identidad del individuo contemporáneo, para entonces, preguntándonos sobre la naturaleza del individuo que el Teatro contemporáneo contempla y utiliza como su objeto poético; denotar ciertas posibilidades del ejercicio escénico de nuestros días donde la concepción de personaje ha cambiado desde Woyzeck hasta hoy, presentando a un individuo fragmentado, desplazando a la anécdota por el suceso y a la representación por la presentación; todo ello, con el fin de plantear la hipótesis de una urgencia del Teatro como espacio para reencontrar la memoria individual y colectiva; para recolectar los escombros de la identidad, los fragmentos de Historia de lo que el individuo, ha sido.
Algunos planteamientos preliminares, seguidos de una somera revisión que en algunos autores (Büchner, Joyce, Beckett, Müller) sufrió la transformación en el siglo XX, de la relación individuo (objeto poético) – personaje; para finalmente, citando a algunos autores, vislumbrar horizontes posibles del andar del Teatro de nuestro tiempo. ¿Porqué partir de una revisión evidentemente Europea en contrapunto a la cita de Octavio Paz sobre América Latina? Quizá porque la huella de la Historia en Europa fue distinta: El holocausto, los millones de muertos, dieron cuenta de ella. En América Latina, en nuestro país, la huella ha sido mucho más violenta: ha sido borrada desde el poder. Las desapariciones, la Historia reinterpretada, la consciencia manipulada, y al final, el desfile en la perversión comunicativa del suceso mitificado ante los ojos ciegos de quienes ya no queremos escuchar porque el testimonio, se ha agotado.
Por tanto, quiero aventurar al principio de este ensayo, una reflexión al respecto: ¿De qué material podría estar hecha la memoria, el testimonio? ¿Cómo queda vestigio del suceso, de lo que ha pasado? En nuestro país, no pasa nada: el suceso, es borrado a voluntad al día siguiente, el testimonio manipulado a través de los medios comunicativos, y desde el poder –cualquiera que éste sea-; haciendo desaparecer la huella, escamoteando la Historia y reescribiéndola a placer, a través de un lenguaje de por sí demagógico y agotado.
Es por ello también, que este escrito quiere, resaltar -¿”reivindicar”?- sobre manera una función social del Teatro. De nuestro Teatro. La que, partiendo de las relaciones arriba mencionadas, coloque al Teatro como el reducto donde la colectividad pueda recabar los escombros de una identidad socavada, arrasada, manipulada en extremo y ante todo, desmemoriada.
I
¿Es la memoria el cimiento de la identidad? ¿Es el presente la corroboración de dicha identidad? Cuando digo yo soy, ¿estoy en realidad diciendo, he sido? Y en el intento de afirmar aquí estoy, ¿en realidad diría, he sido quien ha estado? Si adjudicáramos al presente el testimonio y afirmación de la existencia y si ésta, bajo el mecanismo cartesiano, sólo es corroborada a través del pensamiento del yo soy, yo estoy; ¿existe una relatividad en la percepción del presente en función de la consciencia de la identidad?, es decir, si no puede afirmarse completamente el yo soy, ¿podrá afirmarse completamente el yo estoy? Y en consecuencia, ¿podrá tenerse una percepción veraz del presente? Por otro lado, si aquello que llamamos identidad, se asienta también en un devenir Histórico –entendiendo éste como huella social, como Historia que a su paso deja vestigios, cambios-; y si dicho devenir corrobora su testimonio en la Historia escrita, es decir, en la visión del pensamiento hecha letra; ¿podría asimismo hablarse de una dependencia de la identidad en función del lenguaje con el que la Historia ha sido contada, registrada, hecha testimonio? ¿puede adjudicarse al lenguaje la labor de testigo de la Historia y por consecuencia, testigo de la Identidad? Y en tal caso, cabría también la pregunta: ¿ha sido suficiente el lenguaje en sí mismo para dar cuenta de la Historia? Y por último, siendo el lenguaje el vehículo del pensamiento, el vehículo de la memoria, el vehículo de la Historia y el vehículo de la identidad; ¿hasta que punto su agotamiento, la vaciedad e infrasignificación que halla en la contemporaneidad, no necesitará de un metalenguaje que contrarreste a los otros metalenguajes (matemáticos, financieros, informáticos) cuya incidencia en el comportamiento de la realidad y del ser humano contemporáneo nos urge en función de un replanteamiento de la presencia del ser humano y en consecuencia de la noción de realidad?
Lo anterior, pudiera tomar importancia al colocársele en el territorio de la resistencia, si se afirma o por lo menos se propone, a la dinámica actual de la realidad -y por ende a la noción socialmente aceptada de ella-; como una dinámica de sometimiento, de dominio, de colonialismo; o dicho de otro modo: neoliberal. Porque entonces, a los elementos antes mencionados (memoria, identidad, lenguaje, Historia ) habría que concebirlos en principio, regidos bajo un continuo proceso de perversión, en función de los factores convenientes a esa neoliberación del mercado. Incluso, podría igualmente afirmarse o proponerse, a la crisis de identidad del ser humano contemporáneo, como alimento primigeneo de las necesidades nutritivas del neoliberalismo. Por otro lado, si el dictado de nuestro ámbito socio –político se halla asentado en la dinámica de los mercados económicos; si el comportamiento de aquellos se halla a su vez fincado en el devenir social y político; si la filosofía contemporánea ha procurado tanto el dar cuenta de dicho ámbito, como el definir la postura o situación del ser humano contemporáneo en dicha circunstancia, ¿cabe una consideración sobre la mirada de éste? Esa mirada, cuya sensación, de derrota, y agotamiento; de una especie de fracaso del entendimiento; no halla en el lenguaje el vehículo suficiente para dar cuenta de su estado, de sí mismo. Y en tal caso, ¿cabe también una consideración sobre el organismo frente a las fuerzas que dictan su circunstancia? Y de ser así, ¿de dónde surgiría tal consideración, qué lenguaje, movimiento o potencia; quién, se ocuparía de él?
Se trataría pues, de diseccionar la inestabilidad que atraviesa la existencia del ser humano, en una acepción de identidad concebida desde la memoria, dentro de las dinámicas de la contemporaneidad. Una disección de su presencia o una disección del presente a través de la disección de su mirada. Porque las preguntas fundamentales que antes hallaban su respuesta en la divinidad, en el alcance cósmico de la mirada que se preguntaba desde la unicidad de su ser, parten ahora desde la fragmentación del individuo, desde los escombros de su identidad y hacia la relatividad de la noción de su presencia – relación con la realidad, en una dinámica que lo desplaza del concepto ser – humano a consumidor cuyo ser se halla en el devenir del consumo. Ya no es, el que mira hacia su propia trascendencia sino que el que quiere ser necesita crearse en el consumo de las novedades del mercado –de la nueva noción de construcción de la identidad-, para hacerse una idea de su existencia. La mirada se halla pues, fractalizada, y las fuerzas que confluyen de la realidad hacia el organismo -y en consecuencia la noción de realidad-; dictadas por las consideraciones neoliberales del mercado. Por tanto, una proposición de resistencia a la concepción posmoderna de la existencia, es decir, a su concepto menos humano y más mercantil; podría considerar en primer término, las distintas relaciones físicas del ser (convertidas -pervertidas, avasalladas- en relaciones mercantiles; ejemplificando: Las relaciones de desplazamiento, de contacto, de comunicación, y prácticamente de cualquier tipo de movimiento físico entre individuos, están dictadas dentro del esquema mercantil de la compra – venta; quien ingresa a un lugar paga para estar en él, quien se establece en otro, quien se comunica con otro procura una ganancia, una especie de plusvalía de las relaciones.) en tanto corroboraciones de la presencia; después, a los vestigios que lo han construido como ser consciente y que parten de lo inscrito en su memoria sobre quien ha sido, aunque ello no de cuenta ni consiga completar la noción del yo soy, o sea de la identidad; y en ese sentido, considerar también y de manera fundamental, al testimonio de la memoria, es decir, a las miradas sobre las huellas de la Historia –la interpretación literaria, la escritura, la versión que de la Historia, la versión sobre quien se ha sido- o dicho otro modo, a las expresiones de su pensamiento en relación con quien ha sido. Una tercera consideración, iría sobre el lenguaje, sobre las capacidades del lenguaje, sus alcances, su potencia; sobre el medio de su expresión y la materia de ésta, sobre su relación con el escucha y el mecanismo del signo. De modo que pudiera hallarse una forma de relación entre el ser y su entorno ajena a la relación mercantil, ajena al comportamiento neoliberal; desde la cual, sea posible hacer un poco más nítida la mirada. Un espacio que no intente reafirmar las nociones socialmente aceptadas por el régimen neoliberal de identidad, realidad, memoria y lenguaje sino que precisamente, las ponga en crisis.
Entonces, se hace necesaria y urgente, una noción de Teatro que, concibiéndose en el territorio de la resistencia, pudiera ser el metalenguaje de contrapeso a los otros metalenguajes; que fuera un espacio para el reencuentro de la memoria “auténtica - legítima”, o dicho de otro modo, para la reescritura de la mirada del testigo y por tanto del testimonio. Un espacio para la recolección de los escombros de la identidad, donde el suceso, deja huella, es decir, donde el suceso puede establecer una relación por sí mismo, a partir de la potencia de su accionar; contrarrestando el paso de la Historia sin huella (donde el suceso y las proposiciones mentales individuales de corroboración del presente no son tomadas en cuenta en el Gran relato de la Historia), que se traduce en un arrasamiento de la memoria individual y colectiva. Un Teatro donde los breves instantes de la existencia, fueran la corroboración de la identidad en función de la huella y el testimonio del instante y no de su ingerencia en la solución final de la gran trama capitalista; es decir, en resistencia a la escritura de una Historia basada en un superobjetivo -por un lado impuesto y por otro, empatado al orden social-. Una resistencia a la Historia que en la posmodernidad comenzó a escribirse a partir de la creación del deseo y que hoy considera como testimonios de sí, únicamente a aquellos que suponen un factor de variación en las dinámicas del mercado. Teatro como vehículo del reencuentro del pensamiento con su significación más amplia: aquella que pueda dar cuenta de la presencia del ser humano en la realidad presente; de la crisis de identidad del individuo contemporáneo.
II
Podríamos remontarnos a la crisis que sufre el Drama en el siglo XIX para hallar las primeras inestabilidades en la relación Drama – objeto poético – espectador; y para ello; cabe partir del Romanticismo y específicamente de Büchner; para plantear una primera crisis del personaje dentro del drama. El Romanticismo, se acerca a la modernidad por su falta de sentido, en él, se pone en entredicho no sólo el sentido de la existencia sino la naturaleza de la misma; se trata de una especie de denuncia de la Ilustración y el Racionalismo como miradas o medidas del ser humano. Se trata de una primera inestabilidad que de la concepción de unidad del individuo, ahora se presenta: disociación de la razón y el sentimiento, dualidad alma y cerebro. Sucede entonces un desplazamiento de las nociones Ilustradas de existencia y realidad y por tanto del vínculo de aproximación entre ambas: la libertad. En Woyzeck, Büchner, -que no es romántico en su forma y se acerca formalmente más al posromanticismo, pero que sí lo es en concepto y sobre todo en tesis- expone una nueva hasta entonces, noción de ser humano: Woyzeck no se comporta como la unidad que responde al objetivo social de su unicidad dentro de la noción social aceptada de realidad, sino que expone -y quizá por vez primera en la literatura dramática-, una identidad fragmentada. No persigue el fin socialmente establecido, su conflicto no está en perseguir el superobjetivo, Woyzeck, el personaje, no funciona tras ello al principio de la trama, sino que se debate en entender su condición desde distintas concepciones de sí: la social –en su relación con el Capitán y con las palabras de éste-, la económica –que será el que desencadene el conflicto de su cuerpo, ya que se presta a los experimentos del doctor por dinero, porque tiene un hijo que mantener-, la biológica –su cuerpo y su mente se ven afectados por los experimentos del doctor, Woyzeck reconoce el cambio de su organismo y entra en relación con él-, la amorosa –en su relación con Marie, y posteriormente en los celos que siente del Tambor Mayor-, el espiritual –hay en Woyzeck un continuo y decidido intento por explicarse el mundo, desde cada uno de sus rincones; la explicación social no le satisface, mucho menos su propia denominación como soldado del más bajo rango-. De modo que, cada concepción de sí, desdobla una mirada sobre sí, desdobla una materia distinta de identidad:
“La gente pobre como nosotros...
Mire usted, mi capitan:
El diner, el dinero,
¡todo es cuestión de dinero!
El que no tiene dinero…¿cómo se las arregla
Para poner en el mundo un niño de manera moral?
Uno es también de carne y hueso.
Los pobres siempre somos desgraciados,
En este mundo y en el otro.
Yo creo que si fuésemos al cielo,
Tendríamos que empujar las nubes
Para que al chocar produzcan truenos.” [2]
Considerado sin embargo como un drama social, precursor del realismo social en Alemania, Woyzeck guarda características que quiero remarcar para el presente:
1. Woyzeck no persigue un superobjetivo durante la trama. Incluso el desenlace de matar a Marie, consecuencia de los celos, no podría verse, a lo largo del resto de la trama, únicamente como un motor de sus acciones; en todo caso, podría aventurarse que se trata de un suceso más pero con consecuencias sociales mucho más severas
2. Woyzeck no se reconoce como unidad en ninguo de los órdenes (social, económico, político, espiritual, biológico) sino que desdobla una inquietud nueva, una mirada distinta de si identidd, en cada uno de ellos a partir de la forma en la que se le presenta y enfrenta cada suceso.
3. Cada suceso, se vuelve fundamental en sí mismo, pues no necesariamente guarda una incidencia en la solución final de la trama. Cada suceso además, desdobla en Woyzeck un reflejo distinto de sí
4. El texto de Woyzeck, tal como lo dejó Georg Büchner, se trata de un texto inacabado, que se halló desordenado y al que las distintas ediciones han procurado ordenar de acuerdo a una lógica anecdótica. Sin embargo, colocado en un orden aleatorio, el texto arroja en distintas direcciones la búsqueda del personaje Woyzeck, que va enfrentando los sucesos desde miradas y aproximaciones distintas de sí; en un continuo reafirmarse desde diversos reconocimientos. Se trata pues, de la presentación de los distintos fragmento de la identidad de Woyzeck.
Surge entonces el problema de la libertad, desde el que los románticos anticiparon la modernidad. Si la libertad podía ser empatada con el libre albedrío, ahora habría de ser considerada no en una dimensión social sino sólo como un elemento de lo social y lo político y posteriormente de lo económico. En el romanticismo, la libertad aparece como el vehículo de la consciencia y por ende del comportamiento. Se trata del liberalismo estallando en varios sentidos. Y es precisamente Woyzeck, profeta sin proponérselo, quien hace desvanecer dicha idea: La libertad no será el vehículo mediante el cual podrá plantearse una concepción del individuo en todas sus dimensiones; más aún, la libertad –entendida desde su más política concepción-, será precisamente el elemento fragmentador del devenir de su identidad, ya que como elemento unificador y legitimador del comportamiento, será el primero en pretenderse completo, siempre que apoye a la dictadura en curso. Y aquí, al mencionar dictadura, lo hago en el sentido más amplio: el dictado del orden de relaciones, de comunicación, de escritura pues, del suceso; de la Historia. Y si Woyzeck renuncia a utilizar su libertad, y más bien la permite fluir como una magnitud descontrolada, que estalla en diversas direcciones, que lo reafirma en distintos ámbitos y que lo coloca en una ambigüedad política y social; la gran Revolución industrial no haría sino confirmar la fragmentación del individuo frente al Estado, frente al dictado, utilizando como vehículo, precisamente, la libertad. A partir de Woyzeck, se coloca en duda, pues, la naturaleza del objeto poético del drama, es decir, del ser humano; o sea, la naturaleza del personaje.
El colonialismo, que no se detiene con el fin del Absolutismo, es verdaderamente la gran contradicción a la Ilustración, la negación en la acción del Racionalismo y el fin de las aspiraciones de la Revolución Francesa. Se trata del ejercicio de la dictadura en su más amplio sentido y por supuesto, también, del liberalismo. Es precisamente él, quien habría de colocar en crisis el concepto de libertad –por ejemplo y dispénseseme el sarcasmo, en la formación de la nación de la libertad, la unión americana, estandarte de la contradicción liberal-. El principio de la caída del colonialismo, la I Guerra Mundial, arroja la sacudida sobre el arte, y la reacción, en forma de las grandes vanguardias, vuelve a poner en entredicho la concepción del individuo. Porque una nueva idea del mundo está levantándose, el Marxismo prevee un devenir liberador, humano e igualitario, donde el movimiento Histórico y Cultural no serán más, dictados por la lucha de clases sino por la reafirmación de la existencia: “El arte seguirá viviendo después del triunfo (de la Revolución), el poeta de la nueva época repensará de una manera nuevo los pensamientos de la humanidad y reexperimentará las experiencias emocionales de ésta (...) se derrumbará la barrera entre arte y naturaleza”[3] Pero el levantamiento de las nuevas ideologías como conductoras de la concepción del individuo, pronto verán sus debilidades e inestabilidad. Y cuando el realismo posterior a la primera guerra procura al personaje como aquel que se halla continuamente, perpetrando precisamente su lucha contra los efectos de la desigualdad de clases, como aquel que se halla ante un renacer reivindicador de su condición social; Leopold Bloom y Stephen Dedalus, pone en entredicho cualquier intento unificador, solidificador de la figura social del individuo: en Ulises, James Joyce fractaliza la mirada sobre la identidades de Bloom y Dedalus, haciéndolas estallar en varios pedazos; escombros que acabarán por denunciar incluso las incapacidades del lenguaje para dar cuenta de ellos; Leopold Bloom, se presenta así: su búsqueda es discontinua, y en el memorable capítulo final su mujer, Molly Bloom abre una concepción distinta de personaje, un personaje ajeno al gran orden social, un personaje que, fragmentado, se debatirá en la búsqueda de sí, ajeno a toda ideología: “Sucede en la mente de Molly, es el monólogo interior absoluto de la hembra, afirmativo, feroz, implacable. Marca para siempre la literatura. Ya es de noche y no importa qué hora es. El tiempo ha desaparecido y con él la puntuación”[4] Así, Ulises, “Está justo en el umbral de las rupturas culturales de la modernidad, en la debacle espiritual del siglo XX (...)recoge, más que nunca, la perturbadora sensación de ser un habitante de eso que se llamó la Modernidad, eso que de tanto ser ya no es, esa tremenda sucesión de golpes radicales a todo estilo en que se ha convertido algo que alguna vez se llamó la vida cotidiana. James Joyce muestra como nadie la herida que une el mundo interno del tráfico citadino, la historia de la civilización con la vida privada más privada, su uso del lenguaje nos recuerda que, al final, es en las palabras donde sigue dándose la batalla del espíritu, donde se dan, sin tregua, lo íntimo y lo etéreo con lo primario y lo monumental”[5], abriendo la pauta para un nuevo personaje, el personaje de la entreguerra, que se afianzará en la posguerra: “El monólogo de Molly Bloom del Ulises junto con Anna Livia Plurabelle de Finnegans wake (...) Determinan el futuro del fragmento como unidad narrativa básica de todo el siglo XX”[6] Dice Pound: “los señores Bouvard y Pécuchet son la base de la democracia, Bloom también es la base de la democracia, es el hombre de la calle, el público, no el nuestro sino el de Mr. Wells, el hombre medio de sensualidad media, también es Shakespeare, Ulises, El Judío Errante, el lector del Daily Mail, el hombre que cree lo que lee en los periódicos, Todo el Mundo y el chivo expiatorio. Cualquiera de nosotros.” Se ha pues, establecido la ruptura con el realismo social, ha gritado la voz mediante la literatura, de que el individuo no encuentra su unidad en el orden social, mucho menos una explicación de sí; menos aún, su identidad.
Beckett, quien según Richard Ellman compartía con Joyce “extensas conversaciones que consistían en largos silencios dirigidos del uno al otro, ambos, profundamente tristes; Joyce casi siempre por él mismo, Beckett, casi siempre por el mundo.” Determinará para el Teatro una concepción inusualmente abierta, deliberadamente libre y rígidamente asentada en las variaciones del lenguaje sobre el personaje dramático. Beckett, quizá trasciende –y que no se entienda supera- a Joyce porque necesitó de la acción de la presencia del ser humano para expresar su obra; de la presencia del actor; del Teatro. Beckett halla en el Teatro la posibilidad de reafirmar la crisis de la presencia del individuo de la posguerra en el orden sociopolítico; pues sus propuestas estéticas, no se hallan únicamente en la escritura dramática ni en su lúcida utilización del lenguaje. Beckett requiere de un metalenguaje: requiere de las posibilidades del escenario; de esa otra relación que se hace presente y que trasciende al autor: el actor – espectador; la presencia de la obra en relación con el presente del espectador. Pone entonces a sus personajes en una inestabilidad entre la representación del relato de la anécdota y lo que presentan esas largas introversiones, esos largos soliloquios, desarrollando de manera externa, una acción interna: la del descarnado monólogo interior, la de la desfalleciente búsqueda de sí mismos. Todo ello, en contrapunto con el hecho escénico; que hasta entonces se ha sostenido en la llamada acción dramática, expresada mediante acciones físicas de los actores. El mismo Beckett, se perderá en devaneos del cómo llevar a cabo el suceso teatral de sus obras, no es casualidad ni pura afición que él mismo haya querido dirigir gran número de ellas, ni su profunda obsesión por puntualizar las acotaciones, una decidida fijación por lo que se habría de ver, por lo que se habría de hacer, por lo que se habría de presentar ante el espectador. De sus obras, casi podría afirmarse que a pesar de su tremenda incidencia en el arte del siglo XX, “Esperando a Godot”, es apenas el preámbulo de una Poética profundamente comprometida con la fragmentación espiritual de la posguerra, con el derrumbe de las ideologías que Beckett desde luego, ya profetizaba. El individuo sumido en el resguardo de los objetivos de las ideologías, su libertad comprometida con el gran discurso, lo han arrojado a un desolador panorama en el que ya no busca nada. Sólo la repetición inútil como medida de la existencia, que aparecerá desde “Esperando a Godot”, pasando por “Final de Partida”, “La última cinta de Krapp” o “Los Monólogos” y “Los días felices”; puede dar cuenta del derrumbe en la mirada de la consciencia que busca, moribunda, la taza con la cual medirse frente a un panorama donde las ideologías, se han derrumbado; donde el pensamiento, no produce ya las directrices del comportamiento; donde el cuerpo, padece en sus órganos el influjo del despedazamiento de las ideas; donde se da paso pues, a un nuevo orden dominador: una nueva concepción de la libertad: un neoliberalismo:
“Espiritualmente, un año de lo más negro y pobre hasta aquella memorable noche de marzo, en el extremo del muelle, bajo el ventarrón, jamás lo olviaré, en que todo lo vi claro. Al fin, la revelación. Me imagino que esto es, sobre todo, lo que debo grabar esta noche, pensando en el día en que mi labor esté concluida y ya no quede sitio en mi memoria, ni frío ni caliente, para el milagro que...(vacila)...para el fuego que la mantiene encendida. Lo que entonces vi, de repente, fue que la creencia que había guiado toda mi vida, es decir..(Krapp desconecta el aparato con impaciencia, hace avanzar la cinta, desconecta de nuevo) .grandes rocas de granito y la espuma (...)”[7] Krapp, escuchando y reescuchando lo que ha sido el recuento de su vida, las viejas grabaciones que intentaban ser el testimonio de su existencia, se agota en la búsqueda de un sentido que nunca encontró. El ejercicio de la memoria, se halla arrasado, nada puede situarle, nada puede confirmarle, que es por quien ha sido , porque quien en el presente es, viejo y caduco, se halla desconsolado ante el vacío de su propio relato, de su propio testimonio en las innumerables cintas a las que en esta noche, se da a la tarea de escuchar. Su cuerpo deshecho, marchito, reiterando el estado de la humanidad, como en tantos personajes de Beckett y que como el personaje C en Fragmento de Teatro II, únicamente vive y respira aún para encontrar lo que ha perdido durante su vida: nada. Ambos personajes, replanteados fuera de todo orden realista, presentando los fragmentos de su existencia a través de un lenguaje manipulado –en el caso de Krapp, mediante las cintas grabadas por él mismo; en el caso de C, mediante la lectura de los documentos recopilados por A y B, investigadores contratados por él para decidir si debe o no suicidarse-, no pueden hallar otra certeza que esa: se trata de sí mismos, de sus propios escombros.
Existe, una línea conductora entre la obra de Samuel Beckett y la de Heiner Müller, y a pesar de que las coincidencias estéticas, a primera vista, puedan ser mínimas, quiero establecer el vínculo en cuanto a la concreción de una nueva configuración, una alejada naturaleza del personaje del, del realismo social. Para Müller, el gran conflicto de la posguerra, inmerso él mismo en la dictadura comunista, se halla entre el ser humano y las ideas como conductoras del comportamiento, de la vida, de la existencia; Müller, en su Teatro, “arroja cuerpos al escenario, cuerpos en conflicto con sus ideas” para hacer visible, para presentar que “las ideas inflingen heridas en los cuerpos”. Lo que en Beckett se estructura mediante el relato que va desdoblando distintas partes –sin perseguir el fin de la trama-, se halla en Müller como el fragmento sólo y desprovisto, sin necesidad pues de trama alguna. Müller prescinde de la trama porque el suceso –que es la palabra, el lenguaje, lo que se dice y se hace en el presente-, se vuelve mucho más potente, y halla una necesaria y legítima necesidad de presentarse aislado. Porque Müller, que trabajó con Brecht y conoció los alcances de ese Teatro Épico en el que su creador vislumbraba fundadas esperanzas de una sacudida de la consciencia social; conoce y vive en carne propia también el fracaso del gran relato, el fracaso de la ideología, el fracaso del dictado, de la dictadura.
Su intención, pues, no es la de continuar haciendo del relato único, el escenario de la existencia sino que, partiendo de la existencia misma, plantea distintos escenarios, o mejor dicho, partiendo de los escombros de la existencia, de la urgencia de sus voces que surgen como estertores de los cuerpos arrasados:
En general, el principio de la obra Mülleriana es comparable a un método de tortura que atenza el cuerpo de tal forma que cada movimiento destinado a producir aflojamiento y liberación sólo consigue atar más férreamente.[8] El problema del cuerpo, que deviene necesariamente en un problema escénico y no únicamente dramatúrgico y literario, donde las ideas, son los restos de las ideologías, los cuerpos, el vehículo para que la poesía que sobre los restos hace Müller sea expresada: “El problema de la ideología es capital en Müller. Pero si en la esfera de la filosofía la pareJa dialéctica de este concepto es el concepto de ciencia, en el mundo teatral de Müller ideología no se opone a ciencia sino a cuerpo, a los cuerpos torturados de los seres humanos. “Las ideologías no son sino máscaras. El cuerpo que queda al descubierto al arrancar la máscara es un cuerpo arrasado.”[9]
Entonces, la obra de Müller, formalmente, anticipa una nueva forma de escritura, una escritura de fragmentos, dando de cada arrancamiento, de cada arrasamiento del cuerpo, de cada tensión entre organismo e ideología. La obra dramática de Múller, propone también una noción distinta de acción. Ya no la acción física denotando la estrategia del personaje burlando el obstáculo hacia su objetivo, sino la acción, en sí misma del personaje presentando la tensión de su organismo frente a la realidad.
III
Víctor Viviescas, en su artículo “Dramaturgia colombiana: El hombre roto”, denota la aparición de una nueva forma de escritura dramática, una forma, que ya no da cuenta del personaje tradicional –unidad que va tras un objetivo, enfrentándose a distintos obstáculos- que a pesar de las sacudidas que sufrió la dramaturgia en el Siglo XX, siguió manteniendo la unidad del personaje, sobre todo a través del realismo mexicano y el norteamericano. Sino que procura la presentación de un ser humano fragmentado, siempre en construcción, que busca liberarse de la dictadura neoliberal que le plantea perseguir el objetivo de su complitud social. Tal afirmación –la evolución de la escritura dramática a partir de una nueva mirada sobre el objeto poético (el ser humano)-, que halla una resonancia en Sanchís Sinesterra : “No podemos seguir escribiendo como si no hubiera tenido lugar en el transcurso de un siglo la muerte de Dios; como si no se hubiera realizado la desintegración del sujeto del yo, y de la noción de persona como ya ocurrió en el tránsito del XIX al XX. (...)No podemos escribir Teatro como si no hubiera tenido lugar el desenmascaramiento de la falacia de lenguaje; el derrumbe del mito de que existía una correspondencia entre lenguaje y mundo, (…) Tampoco se puede continuar sin pensar en la crisis de los grandes sistemas, de los grandes relatos explicativos del mundo (...) No podemos ignorar que se han demostrado cuando menos insuficientes, sobre todo, en la medida en que pretendían ser totalitarios.”[10]; plantea, a grandes rasgos, las siguientes características: La hibridación y la fragmentación. La hibridación significa que en el recorrido del texto hay una renuncia a verlo como unidad, sea como unidad anecdótica, temática o de cualquier tipo y de este modo, el texto no gira en torno a un relato sino que pasa por distintas formas de él como un gran recorrido. La fragmentación consiste, en la renuncia a una pretensión de sistema y por tanto de síntesis final del texto. Los fragmentos, pues, son presentados como sucesos en sí mismos, que no pretenden alcanzar ni completarse con el resto, no pretenden objeto alguno que sí mismos. Lo anterior, deriva en una crisis de la acción, planteada tradicionalmente como a decir de Víctor Viviescas “alma y génesis de lo dramático” De modo que lo que hemos conocido como acción dramática halla, en la escritura dramática fragmentaria, su fracaso. Porque el sujeto de la acción del drama contemporáneo “es un sujeto sin centro, sin identidad, o con una identidad en construcción: construcción intertextual en la cual más que ser el objeto, es hablado, dicho y designado por los otros, por el discurso de los otros”[11] Así, “la escritura fragmentaria "replica" el desorden de la vida y renuncia a la pretensión sistemática de introducir el orden en dicho desorden.”[12] Porque de momento, toda pretensión de orden, iría aunado al orden social dictado, valga la redundancia, desde la dictadura. Así, la acción, se traduce en un devenir, en amplio sentido de posibilidad, en un amplio sentido de no representación de la consecuencia del comportamiento sino en su posibilidad, ajena ésta a cualquier objetivo del orden sociopolítico: “El fragmento se constituye en espacio de tensión entre la totalidad y las múltiples posibilidades de ella que el fragmento despliega”[13]
Lo que se plantea entonces, es una forma dramática que halla su origen en las crisis del drama del siglo XX y que ratifica su legitimidad hacia el final de ése y nuestros días; surge entonces, una noción distinta de la escena. ¿Cómo se representa o se presenta al personaje fragmentado? Jean Frederic Chevallier lo propone así: “pasamos de un teatro del representar a un teatro del presentar. Lo que pretende el escenario ya no es tanto representar una única y gran acción que pone en conflicto varios personajes según una línea destinal, sino más bien presentar o exhibir algo de la existencia humana (Guénoun), repetir algo de la vida misma (Deleuze), “producir la más alta intensidad (por exceso o por defecto) de lo que aquí está, sin intención”[14]
Se trataría pues, de hallar cómo, el Teatro contemporáneo, el Teatro de nuestro tiempo, un Teatro convulso y en crisis, inestable; pudiera dar respuesta a la desintegración de la unidad del ser humano, a la pulverización del gran relato de “su” Historia. Un Teatro que, haciendo del escenario el espacio de los fragmentos, el vehículo del pensamiento que intenta hallar el testimonio de su memoria; se sirva del actor ya no como el representador de un personaje, sino como una especie de arqueólogo del pensamiento, que recolecte, para la colectividad, los escombros la memoria colectiva y que precisamente, en conjunto con la colectividad –los espectadores- procure presentar los indicios de una identidad en construcción. Un Teatro que rompa el intento de dar por sentado que caminamos hacia un fin común y que por tanto, desligado de la preeminencia de la anécdota, pueda, mediante presentaciones –en el más amplio sentido, desprovistas de la distancia entre el presente de la vida y la representación de la misma-, dar cuenta de los pedazos de nuestra memoria.
Un Teatro cuya función social esté vinculada con la crisis del presente.
[1]En: Steiner, Georg “Lenguaje y silencio” Gedisa, 1986. Barcelona, España.
[2] Büchner, Georg. Woyzeck. 1:III
[3] Trosky, León “Literatura y Revolución” Cap. Final.
[4] De la Parra, Marco Antonio “SOBRE CÓMO LEER EL ULISESDE JAMES JOYCE A FINES DEL SIGLO XX” Ensayo.
[5] IDEM
[6] IDEM
[7] Beckett, Samuel. “LA ÚLTIMA CINTA DE KRAPP”
[8] Cfr.Schulz Genia en su monografía sobre Müller con respecto a la segunda edición de La Rectificación esto en Reichman Jorge HEINER MÜLLER. TEATRO ESCOGIDO I. Editorial Primer Acto. Buenos Aires, Argentina, 1988. pp. 127.
[9] Müller Heiner, según la edición de Rotbuch Verlag, vol. GI. Pp. 73., 1982. Esto en Reichman Jorge HEINER MÜLLER. TEATRO ESCOGIDO I. Editorial Primer Acto. Buenos Aires, Argentina, 1988. pp. 35
[10] Sanchis Sinesterra José en “La poética de la fragmentación” Curso dictado en el Diplomado Nacional de Dramaturgia 2006. Pátzcuaro, Michoacán.
[11] Viviescas, Víctor “EL HOMBRE ROTO”
[12] IDEM
[13] IDEM
[14] Chevallier, Jean-Frédéric “TEATRO DEL PRESENTAR” publicado en Documenta 1, 2006.
¡Vale la pena ocuparse de ella!”
Tadeuz Kantor “La escena de la memoria”
“Lo que llamamos identidad y que antes, con mayor propiedad, se llamaba el carácter, el alma o el genio de los pueblos, no es una cosa que se pueda tener, perder o recobrar. Tampoco es una sustancia ni una esencia. América latina no es ni un ente ni una idea. Es una historia, un proceso, una realidad en perpetuo movimiento y cambio continuo. América latina existe en la historia o, más bien, es historia: una sociedad de sociedades en un territorio enorme rodeado de otras sociedades, todas en movimiento. Una sociedad es una cultura: un conjunto de individuos, cosas, instituciones, ideas, tradiciones e imágenes. Una realidad sui géneris pues no es enteramente material ni ideal. América latina es una cultura. No es fácil definirla y ni siquiera describirla. [...] América latina es una realidad verbal. O sea: una lengua. Y aquí quien dice lengua, dice visión del mundo.”
Octavio Paz, ”El baile de los enmascarados [Conversación con Octavio Paz, en París, el 18 de diciembre de 1991].
¿Puede hablarse de una crisis de la Historia frente a la mirada del ser humano contemporáneo? A partir de algunas proposiciones de Steiner en un ensayo de 1965 “Literatura y poshistoria”[1], donde reconoce por un lado, que el ser, considerado desde su perspectiva histórica, se halla en una inestabilidad existencial, pues la afirmación, el presente del verbo ser, se transforma siempre en un futuro; ya que la Historia, ese ejercicio de resguardo de la memoria, de testimonio del suceso; abre un horizonte siempre en devenir e infinito: el ser humano no acaba nunca de ser, no alcanza nunca ese estado humanizado y liberado sino que reside dentro de una tirante y fragmentaria visión del conflicto político - económico. Y donde posteriormente, coloca a la literatura como la Esperanza dramatizada, en la medida en que es una crítica de lo actual a la luz de lo posible y abre un primer estado de inestabilidad del ser y por lo tanto de su presencia: ¿en qué medida el arte –la literatura- suplantaría –de forma ficticia-, la consciencia histórica del ser humano, abriendo una otra posibilidad del presente?.
Quiero, a través de este escrito, revisar la relación que guarda esa consciencia Histórica con la consciencia de identidad del individuo contemporáneo, para entonces, preguntándonos sobre la naturaleza del individuo que el Teatro contemporáneo contempla y utiliza como su objeto poético; denotar ciertas posibilidades del ejercicio escénico de nuestros días donde la concepción de personaje ha cambiado desde Woyzeck hasta hoy, presentando a un individuo fragmentado, desplazando a la anécdota por el suceso y a la representación por la presentación; todo ello, con el fin de plantear la hipótesis de una urgencia del Teatro como espacio para reencontrar la memoria individual y colectiva; para recolectar los escombros de la identidad, los fragmentos de Historia de lo que el individuo, ha sido.
Algunos planteamientos preliminares, seguidos de una somera revisión que en algunos autores (Büchner, Joyce, Beckett, Müller) sufrió la transformación en el siglo XX, de la relación individuo (objeto poético) – personaje; para finalmente, citando a algunos autores, vislumbrar horizontes posibles del andar del Teatro de nuestro tiempo. ¿Porqué partir de una revisión evidentemente Europea en contrapunto a la cita de Octavio Paz sobre América Latina? Quizá porque la huella de la Historia en Europa fue distinta: El holocausto, los millones de muertos, dieron cuenta de ella. En América Latina, en nuestro país, la huella ha sido mucho más violenta: ha sido borrada desde el poder. Las desapariciones, la Historia reinterpretada, la consciencia manipulada, y al final, el desfile en la perversión comunicativa del suceso mitificado ante los ojos ciegos de quienes ya no queremos escuchar porque el testimonio, se ha agotado.
Por tanto, quiero aventurar al principio de este ensayo, una reflexión al respecto: ¿De qué material podría estar hecha la memoria, el testimonio? ¿Cómo queda vestigio del suceso, de lo que ha pasado? En nuestro país, no pasa nada: el suceso, es borrado a voluntad al día siguiente, el testimonio manipulado a través de los medios comunicativos, y desde el poder –cualquiera que éste sea-; haciendo desaparecer la huella, escamoteando la Historia y reescribiéndola a placer, a través de un lenguaje de por sí demagógico y agotado.
Es por ello también, que este escrito quiere, resaltar -¿”reivindicar”?- sobre manera una función social del Teatro. De nuestro Teatro. La que, partiendo de las relaciones arriba mencionadas, coloque al Teatro como el reducto donde la colectividad pueda recabar los escombros de una identidad socavada, arrasada, manipulada en extremo y ante todo, desmemoriada.
I
¿Es la memoria el cimiento de la identidad? ¿Es el presente la corroboración de dicha identidad? Cuando digo yo soy, ¿estoy en realidad diciendo, he sido? Y en el intento de afirmar aquí estoy, ¿en realidad diría, he sido quien ha estado? Si adjudicáramos al presente el testimonio y afirmación de la existencia y si ésta, bajo el mecanismo cartesiano, sólo es corroborada a través del pensamiento del yo soy, yo estoy; ¿existe una relatividad en la percepción del presente en función de la consciencia de la identidad?, es decir, si no puede afirmarse completamente el yo soy, ¿podrá afirmarse completamente el yo estoy? Y en consecuencia, ¿podrá tenerse una percepción veraz del presente? Por otro lado, si aquello que llamamos identidad, se asienta también en un devenir Histórico –entendiendo éste como huella social, como Historia que a su paso deja vestigios, cambios-; y si dicho devenir corrobora su testimonio en la Historia escrita, es decir, en la visión del pensamiento hecha letra; ¿podría asimismo hablarse de una dependencia de la identidad en función del lenguaje con el que la Historia ha sido contada, registrada, hecha testimonio? ¿puede adjudicarse al lenguaje la labor de testigo de la Historia y por consecuencia, testigo de la Identidad? Y en tal caso, cabría también la pregunta: ¿ha sido suficiente el lenguaje en sí mismo para dar cuenta de la Historia? Y por último, siendo el lenguaje el vehículo del pensamiento, el vehículo de la memoria, el vehículo de la Historia y el vehículo de la identidad; ¿hasta que punto su agotamiento, la vaciedad e infrasignificación que halla en la contemporaneidad, no necesitará de un metalenguaje que contrarreste a los otros metalenguajes (matemáticos, financieros, informáticos) cuya incidencia en el comportamiento de la realidad y del ser humano contemporáneo nos urge en función de un replanteamiento de la presencia del ser humano y en consecuencia de la noción de realidad?
Lo anterior, pudiera tomar importancia al colocársele en el territorio de la resistencia, si se afirma o por lo menos se propone, a la dinámica actual de la realidad -y por ende a la noción socialmente aceptada de ella-; como una dinámica de sometimiento, de dominio, de colonialismo; o dicho de otro modo: neoliberal. Porque entonces, a los elementos antes mencionados (memoria, identidad, lenguaje, Historia ) habría que concebirlos en principio, regidos bajo un continuo proceso de perversión, en función de los factores convenientes a esa neoliberación del mercado. Incluso, podría igualmente afirmarse o proponerse, a la crisis de identidad del ser humano contemporáneo, como alimento primigeneo de las necesidades nutritivas del neoliberalismo. Por otro lado, si el dictado de nuestro ámbito socio –político se halla asentado en la dinámica de los mercados económicos; si el comportamiento de aquellos se halla a su vez fincado en el devenir social y político; si la filosofía contemporánea ha procurado tanto el dar cuenta de dicho ámbito, como el definir la postura o situación del ser humano contemporáneo en dicha circunstancia, ¿cabe una consideración sobre la mirada de éste? Esa mirada, cuya sensación, de derrota, y agotamiento; de una especie de fracaso del entendimiento; no halla en el lenguaje el vehículo suficiente para dar cuenta de su estado, de sí mismo. Y en tal caso, ¿cabe también una consideración sobre el organismo frente a las fuerzas que dictan su circunstancia? Y de ser así, ¿de dónde surgiría tal consideración, qué lenguaje, movimiento o potencia; quién, se ocuparía de él?
Se trataría pues, de diseccionar la inestabilidad que atraviesa la existencia del ser humano, en una acepción de identidad concebida desde la memoria, dentro de las dinámicas de la contemporaneidad. Una disección de su presencia o una disección del presente a través de la disección de su mirada. Porque las preguntas fundamentales que antes hallaban su respuesta en la divinidad, en el alcance cósmico de la mirada que se preguntaba desde la unicidad de su ser, parten ahora desde la fragmentación del individuo, desde los escombros de su identidad y hacia la relatividad de la noción de su presencia – relación con la realidad, en una dinámica que lo desplaza del concepto ser – humano a consumidor cuyo ser se halla en el devenir del consumo. Ya no es, el que mira hacia su propia trascendencia sino que el que quiere ser necesita crearse en el consumo de las novedades del mercado –de la nueva noción de construcción de la identidad-, para hacerse una idea de su existencia. La mirada se halla pues, fractalizada, y las fuerzas que confluyen de la realidad hacia el organismo -y en consecuencia la noción de realidad-; dictadas por las consideraciones neoliberales del mercado. Por tanto, una proposición de resistencia a la concepción posmoderna de la existencia, es decir, a su concepto menos humano y más mercantil; podría considerar en primer término, las distintas relaciones físicas del ser (convertidas -pervertidas, avasalladas- en relaciones mercantiles; ejemplificando: Las relaciones de desplazamiento, de contacto, de comunicación, y prácticamente de cualquier tipo de movimiento físico entre individuos, están dictadas dentro del esquema mercantil de la compra – venta; quien ingresa a un lugar paga para estar en él, quien se establece en otro, quien se comunica con otro procura una ganancia, una especie de plusvalía de las relaciones.) en tanto corroboraciones de la presencia; después, a los vestigios que lo han construido como ser consciente y que parten de lo inscrito en su memoria sobre quien ha sido, aunque ello no de cuenta ni consiga completar la noción del yo soy, o sea de la identidad; y en ese sentido, considerar también y de manera fundamental, al testimonio de la memoria, es decir, a las miradas sobre las huellas de la Historia –la interpretación literaria, la escritura, la versión que de la Historia, la versión sobre quien se ha sido- o dicho otro modo, a las expresiones de su pensamiento en relación con quien ha sido. Una tercera consideración, iría sobre el lenguaje, sobre las capacidades del lenguaje, sus alcances, su potencia; sobre el medio de su expresión y la materia de ésta, sobre su relación con el escucha y el mecanismo del signo. De modo que pudiera hallarse una forma de relación entre el ser y su entorno ajena a la relación mercantil, ajena al comportamiento neoliberal; desde la cual, sea posible hacer un poco más nítida la mirada. Un espacio que no intente reafirmar las nociones socialmente aceptadas por el régimen neoliberal de identidad, realidad, memoria y lenguaje sino que precisamente, las ponga en crisis.
Entonces, se hace necesaria y urgente, una noción de Teatro que, concibiéndose en el territorio de la resistencia, pudiera ser el metalenguaje de contrapeso a los otros metalenguajes; que fuera un espacio para el reencuentro de la memoria “auténtica - legítima”, o dicho de otro modo, para la reescritura de la mirada del testigo y por tanto del testimonio. Un espacio para la recolección de los escombros de la identidad, donde el suceso, deja huella, es decir, donde el suceso puede establecer una relación por sí mismo, a partir de la potencia de su accionar; contrarrestando el paso de la Historia sin huella (donde el suceso y las proposiciones mentales individuales de corroboración del presente no son tomadas en cuenta en el Gran relato de la Historia), que se traduce en un arrasamiento de la memoria individual y colectiva. Un Teatro donde los breves instantes de la existencia, fueran la corroboración de la identidad en función de la huella y el testimonio del instante y no de su ingerencia en la solución final de la gran trama capitalista; es decir, en resistencia a la escritura de una Historia basada en un superobjetivo -por un lado impuesto y por otro, empatado al orden social-. Una resistencia a la Historia que en la posmodernidad comenzó a escribirse a partir de la creación del deseo y que hoy considera como testimonios de sí, únicamente a aquellos que suponen un factor de variación en las dinámicas del mercado. Teatro como vehículo del reencuentro del pensamiento con su significación más amplia: aquella que pueda dar cuenta de la presencia del ser humano en la realidad presente; de la crisis de identidad del individuo contemporáneo.
II
Podríamos remontarnos a la crisis que sufre el Drama en el siglo XIX para hallar las primeras inestabilidades en la relación Drama – objeto poético – espectador; y para ello; cabe partir del Romanticismo y específicamente de Büchner; para plantear una primera crisis del personaje dentro del drama. El Romanticismo, se acerca a la modernidad por su falta de sentido, en él, se pone en entredicho no sólo el sentido de la existencia sino la naturaleza de la misma; se trata de una especie de denuncia de la Ilustración y el Racionalismo como miradas o medidas del ser humano. Se trata de una primera inestabilidad que de la concepción de unidad del individuo, ahora se presenta: disociación de la razón y el sentimiento, dualidad alma y cerebro. Sucede entonces un desplazamiento de las nociones Ilustradas de existencia y realidad y por tanto del vínculo de aproximación entre ambas: la libertad. En Woyzeck, Büchner, -que no es romántico en su forma y se acerca formalmente más al posromanticismo, pero que sí lo es en concepto y sobre todo en tesis- expone una nueva hasta entonces, noción de ser humano: Woyzeck no se comporta como la unidad que responde al objetivo social de su unicidad dentro de la noción social aceptada de realidad, sino que expone -y quizá por vez primera en la literatura dramática-, una identidad fragmentada. No persigue el fin socialmente establecido, su conflicto no está en perseguir el superobjetivo, Woyzeck, el personaje, no funciona tras ello al principio de la trama, sino que se debate en entender su condición desde distintas concepciones de sí: la social –en su relación con el Capitán y con las palabras de éste-, la económica –que será el que desencadene el conflicto de su cuerpo, ya que se presta a los experimentos del doctor por dinero, porque tiene un hijo que mantener-, la biológica –su cuerpo y su mente se ven afectados por los experimentos del doctor, Woyzeck reconoce el cambio de su organismo y entra en relación con él-, la amorosa –en su relación con Marie, y posteriormente en los celos que siente del Tambor Mayor-, el espiritual –hay en Woyzeck un continuo y decidido intento por explicarse el mundo, desde cada uno de sus rincones; la explicación social no le satisface, mucho menos su propia denominación como soldado del más bajo rango-. De modo que, cada concepción de sí, desdobla una mirada sobre sí, desdobla una materia distinta de identidad:
“La gente pobre como nosotros...
Mire usted, mi capitan:
El diner, el dinero,
¡todo es cuestión de dinero!
El que no tiene dinero…¿cómo se las arregla
Para poner en el mundo un niño de manera moral?
Uno es también de carne y hueso.
Los pobres siempre somos desgraciados,
En este mundo y en el otro.
Yo creo que si fuésemos al cielo,
Tendríamos que empujar las nubes
Para que al chocar produzcan truenos.” [2]
Considerado sin embargo como un drama social, precursor del realismo social en Alemania, Woyzeck guarda características que quiero remarcar para el presente:
1. Woyzeck no persigue un superobjetivo durante la trama. Incluso el desenlace de matar a Marie, consecuencia de los celos, no podría verse, a lo largo del resto de la trama, únicamente como un motor de sus acciones; en todo caso, podría aventurarse que se trata de un suceso más pero con consecuencias sociales mucho más severas
2. Woyzeck no se reconoce como unidad en ninguo de los órdenes (social, económico, político, espiritual, biológico) sino que desdobla una inquietud nueva, una mirada distinta de si identidd, en cada uno de ellos a partir de la forma en la que se le presenta y enfrenta cada suceso.
3. Cada suceso, se vuelve fundamental en sí mismo, pues no necesariamente guarda una incidencia en la solución final de la trama. Cada suceso además, desdobla en Woyzeck un reflejo distinto de sí
4. El texto de Woyzeck, tal como lo dejó Georg Büchner, se trata de un texto inacabado, que se halló desordenado y al que las distintas ediciones han procurado ordenar de acuerdo a una lógica anecdótica. Sin embargo, colocado en un orden aleatorio, el texto arroja en distintas direcciones la búsqueda del personaje Woyzeck, que va enfrentando los sucesos desde miradas y aproximaciones distintas de sí; en un continuo reafirmarse desde diversos reconocimientos. Se trata pues, de la presentación de los distintos fragmento de la identidad de Woyzeck.
Surge entonces el problema de la libertad, desde el que los románticos anticiparon la modernidad. Si la libertad podía ser empatada con el libre albedrío, ahora habría de ser considerada no en una dimensión social sino sólo como un elemento de lo social y lo político y posteriormente de lo económico. En el romanticismo, la libertad aparece como el vehículo de la consciencia y por ende del comportamiento. Se trata del liberalismo estallando en varios sentidos. Y es precisamente Woyzeck, profeta sin proponérselo, quien hace desvanecer dicha idea: La libertad no será el vehículo mediante el cual podrá plantearse una concepción del individuo en todas sus dimensiones; más aún, la libertad –entendida desde su más política concepción-, será precisamente el elemento fragmentador del devenir de su identidad, ya que como elemento unificador y legitimador del comportamiento, será el primero en pretenderse completo, siempre que apoye a la dictadura en curso. Y aquí, al mencionar dictadura, lo hago en el sentido más amplio: el dictado del orden de relaciones, de comunicación, de escritura pues, del suceso; de la Historia. Y si Woyzeck renuncia a utilizar su libertad, y más bien la permite fluir como una magnitud descontrolada, que estalla en diversas direcciones, que lo reafirma en distintos ámbitos y que lo coloca en una ambigüedad política y social; la gran Revolución industrial no haría sino confirmar la fragmentación del individuo frente al Estado, frente al dictado, utilizando como vehículo, precisamente, la libertad. A partir de Woyzeck, se coloca en duda, pues, la naturaleza del objeto poético del drama, es decir, del ser humano; o sea, la naturaleza del personaje.
El colonialismo, que no se detiene con el fin del Absolutismo, es verdaderamente la gran contradicción a la Ilustración, la negación en la acción del Racionalismo y el fin de las aspiraciones de la Revolución Francesa. Se trata del ejercicio de la dictadura en su más amplio sentido y por supuesto, también, del liberalismo. Es precisamente él, quien habría de colocar en crisis el concepto de libertad –por ejemplo y dispénseseme el sarcasmo, en la formación de la nación de la libertad, la unión americana, estandarte de la contradicción liberal-. El principio de la caída del colonialismo, la I Guerra Mundial, arroja la sacudida sobre el arte, y la reacción, en forma de las grandes vanguardias, vuelve a poner en entredicho la concepción del individuo. Porque una nueva idea del mundo está levantándose, el Marxismo prevee un devenir liberador, humano e igualitario, donde el movimiento Histórico y Cultural no serán más, dictados por la lucha de clases sino por la reafirmación de la existencia: “El arte seguirá viviendo después del triunfo (de la Revolución), el poeta de la nueva época repensará de una manera nuevo los pensamientos de la humanidad y reexperimentará las experiencias emocionales de ésta (...) se derrumbará la barrera entre arte y naturaleza”[3] Pero el levantamiento de las nuevas ideologías como conductoras de la concepción del individuo, pronto verán sus debilidades e inestabilidad. Y cuando el realismo posterior a la primera guerra procura al personaje como aquel que se halla continuamente, perpetrando precisamente su lucha contra los efectos de la desigualdad de clases, como aquel que se halla ante un renacer reivindicador de su condición social; Leopold Bloom y Stephen Dedalus, pone en entredicho cualquier intento unificador, solidificador de la figura social del individuo: en Ulises, James Joyce fractaliza la mirada sobre la identidades de Bloom y Dedalus, haciéndolas estallar en varios pedazos; escombros que acabarán por denunciar incluso las incapacidades del lenguaje para dar cuenta de ellos; Leopold Bloom, se presenta así: su búsqueda es discontinua, y en el memorable capítulo final su mujer, Molly Bloom abre una concepción distinta de personaje, un personaje ajeno al gran orden social, un personaje que, fragmentado, se debatirá en la búsqueda de sí, ajeno a toda ideología: “Sucede en la mente de Molly, es el monólogo interior absoluto de la hembra, afirmativo, feroz, implacable. Marca para siempre la literatura. Ya es de noche y no importa qué hora es. El tiempo ha desaparecido y con él la puntuación”[4] Así, Ulises, “Está justo en el umbral de las rupturas culturales de la modernidad, en la debacle espiritual del siglo XX (...)recoge, más que nunca, la perturbadora sensación de ser un habitante de eso que se llamó la Modernidad, eso que de tanto ser ya no es, esa tremenda sucesión de golpes radicales a todo estilo en que se ha convertido algo que alguna vez se llamó la vida cotidiana. James Joyce muestra como nadie la herida que une el mundo interno del tráfico citadino, la historia de la civilización con la vida privada más privada, su uso del lenguaje nos recuerda que, al final, es en las palabras donde sigue dándose la batalla del espíritu, donde se dan, sin tregua, lo íntimo y lo etéreo con lo primario y lo monumental”[5], abriendo la pauta para un nuevo personaje, el personaje de la entreguerra, que se afianzará en la posguerra: “El monólogo de Molly Bloom del Ulises junto con Anna Livia Plurabelle de Finnegans wake (...) Determinan el futuro del fragmento como unidad narrativa básica de todo el siglo XX”[6] Dice Pound: “los señores Bouvard y Pécuchet son la base de la democracia, Bloom también es la base de la democracia, es el hombre de la calle, el público, no el nuestro sino el de Mr. Wells, el hombre medio de sensualidad media, también es Shakespeare, Ulises, El Judío Errante, el lector del Daily Mail, el hombre que cree lo que lee en los periódicos, Todo el Mundo y el chivo expiatorio. Cualquiera de nosotros.” Se ha pues, establecido la ruptura con el realismo social, ha gritado la voz mediante la literatura, de que el individuo no encuentra su unidad en el orden social, mucho menos una explicación de sí; menos aún, su identidad.
Beckett, quien según Richard Ellman compartía con Joyce “extensas conversaciones que consistían en largos silencios dirigidos del uno al otro, ambos, profundamente tristes; Joyce casi siempre por él mismo, Beckett, casi siempre por el mundo.” Determinará para el Teatro una concepción inusualmente abierta, deliberadamente libre y rígidamente asentada en las variaciones del lenguaje sobre el personaje dramático. Beckett, quizá trasciende –y que no se entienda supera- a Joyce porque necesitó de la acción de la presencia del ser humano para expresar su obra; de la presencia del actor; del Teatro. Beckett halla en el Teatro la posibilidad de reafirmar la crisis de la presencia del individuo de la posguerra en el orden sociopolítico; pues sus propuestas estéticas, no se hallan únicamente en la escritura dramática ni en su lúcida utilización del lenguaje. Beckett requiere de un metalenguaje: requiere de las posibilidades del escenario; de esa otra relación que se hace presente y que trasciende al autor: el actor – espectador; la presencia de la obra en relación con el presente del espectador. Pone entonces a sus personajes en una inestabilidad entre la representación del relato de la anécdota y lo que presentan esas largas introversiones, esos largos soliloquios, desarrollando de manera externa, una acción interna: la del descarnado monólogo interior, la de la desfalleciente búsqueda de sí mismos. Todo ello, en contrapunto con el hecho escénico; que hasta entonces se ha sostenido en la llamada acción dramática, expresada mediante acciones físicas de los actores. El mismo Beckett, se perderá en devaneos del cómo llevar a cabo el suceso teatral de sus obras, no es casualidad ni pura afición que él mismo haya querido dirigir gran número de ellas, ni su profunda obsesión por puntualizar las acotaciones, una decidida fijación por lo que se habría de ver, por lo que se habría de hacer, por lo que se habría de presentar ante el espectador. De sus obras, casi podría afirmarse que a pesar de su tremenda incidencia en el arte del siglo XX, “Esperando a Godot”, es apenas el preámbulo de una Poética profundamente comprometida con la fragmentación espiritual de la posguerra, con el derrumbe de las ideologías que Beckett desde luego, ya profetizaba. El individuo sumido en el resguardo de los objetivos de las ideologías, su libertad comprometida con el gran discurso, lo han arrojado a un desolador panorama en el que ya no busca nada. Sólo la repetición inútil como medida de la existencia, que aparecerá desde “Esperando a Godot”, pasando por “Final de Partida”, “La última cinta de Krapp” o “Los Monólogos” y “Los días felices”; puede dar cuenta del derrumbe en la mirada de la consciencia que busca, moribunda, la taza con la cual medirse frente a un panorama donde las ideologías, se han derrumbado; donde el pensamiento, no produce ya las directrices del comportamiento; donde el cuerpo, padece en sus órganos el influjo del despedazamiento de las ideas; donde se da paso pues, a un nuevo orden dominador: una nueva concepción de la libertad: un neoliberalismo:
“Espiritualmente, un año de lo más negro y pobre hasta aquella memorable noche de marzo, en el extremo del muelle, bajo el ventarrón, jamás lo olviaré, en que todo lo vi claro. Al fin, la revelación. Me imagino que esto es, sobre todo, lo que debo grabar esta noche, pensando en el día en que mi labor esté concluida y ya no quede sitio en mi memoria, ni frío ni caliente, para el milagro que...(vacila)...para el fuego que la mantiene encendida. Lo que entonces vi, de repente, fue que la creencia que había guiado toda mi vida, es decir..(Krapp desconecta el aparato con impaciencia, hace avanzar la cinta, desconecta de nuevo) .grandes rocas de granito y la espuma (...)”[7] Krapp, escuchando y reescuchando lo que ha sido el recuento de su vida, las viejas grabaciones que intentaban ser el testimonio de su existencia, se agota en la búsqueda de un sentido que nunca encontró. El ejercicio de la memoria, se halla arrasado, nada puede situarle, nada puede confirmarle, que es por quien ha sido , porque quien en el presente es, viejo y caduco, se halla desconsolado ante el vacío de su propio relato, de su propio testimonio en las innumerables cintas a las que en esta noche, se da a la tarea de escuchar. Su cuerpo deshecho, marchito, reiterando el estado de la humanidad, como en tantos personajes de Beckett y que como el personaje C en Fragmento de Teatro II, únicamente vive y respira aún para encontrar lo que ha perdido durante su vida: nada. Ambos personajes, replanteados fuera de todo orden realista, presentando los fragmentos de su existencia a través de un lenguaje manipulado –en el caso de Krapp, mediante las cintas grabadas por él mismo; en el caso de C, mediante la lectura de los documentos recopilados por A y B, investigadores contratados por él para decidir si debe o no suicidarse-, no pueden hallar otra certeza que esa: se trata de sí mismos, de sus propios escombros.
Existe, una línea conductora entre la obra de Samuel Beckett y la de Heiner Müller, y a pesar de que las coincidencias estéticas, a primera vista, puedan ser mínimas, quiero establecer el vínculo en cuanto a la concreción de una nueva configuración, una alejada naturaleza del personaje del, del realismo social. Para Müller, el gran conflicto de la posguerra, inmerso él mismo en la dictadura comunista, se halla entre el ser humano y las ideas como conductoras del comportamiento, de la vida, de la existencia; Müller, en su Teatro, “arroja cuerpos al escenario, cuerpos en conflicto con sus ideas” para hacer visible, para presentar que “las ideas inflingen heridas en los cuerpos”. Lo que en Beckett se estructura mediante el relato que va desdoblando distintas partes –sin perseguir el fin de la trama-, se halla en Müller como el fragmento sólo y desprovisto, sin necesidad pues de trama alguna. Müller prescinde de la trama porque el suceso –que es la palabra, el lenguaje, lo que se dice y se hace en el presente-, se vuelve mucho más potente, y halla una necesaria y legítima necesidad de presentarse aislado. Porque Müller, que trabajó con Brecht y conoció los alcances de ese Teatro Épico en el que su creador vislumbraba fundadas esperanzas de una sacudida de la consciencia social; conoce y vive en carne propia también el fracaso del gran relato, el fracaso de la ideología, el fracaso del dictado, de la dictadura.
Su intención, pues, no es la de continuar haciendo del relato único, el escenario de la existencia sino que, partiendo de la existencia misma, plantea distintos escenarios, o mejor dicho, partiendo de los escombros de la existencia, de la urgencia de sus voces que surgen como estertores de los cuerpos arrasados:
En general, el principio de la obra Mülleriana es comparable a un método de tortura que atenza el cuerpo de tal forma que cada movimiento destinado a producir aflojamiento y liberación sólo consigue atar más férreamente.[8] El problema del cuerpo, que deviene necesariamente en un problema escénico y no únicamente dramatúrgico y literario, donde las ideas, son los restos de las ideologías, los cuerpos, el vehículo para que la poesía que sobre los restos hace Müller sea expresada: “El problema de la ideología es capital en Müller. Pero si en la esfera de la filosofía la pareJa dialéctica de este concepto es el concepto de ciencia, en el mundo teatral de Müller ideología no se opone a ciencia sino a cuerpo, a los cuerpos torturados de los seres humanos. “Las ideologías no son sino máscaras. El cuerpo que queda al descubierto al arrancar la máscara es un cuerpo arrasado.”[9]
Entonces, la obra de Müller, formalmente, anticipa una nueva forma de escritura, una escritura de fragmentos, dando de cada arrancamiento, de cada arrasamiento del cuerpo, de cada tensión entre organismo e ideología. La obra dramática de Múller, propone también una noción distinta de acción. Ya no la acción física denotando la estrategia del personaje burlando el obstáculo hacia su objetivo, sino la acción, en sí misma del personaje presentando la tensión de su organismo frente a la realidad.
III
Víctor Viviescas, en su artículo “Dramaturgia colombiana: El hombre roto”, denota la aparición de una nueva forma de escritura dramática, una forma, que ya no da cuenta del personaje tradicional –unidad que va tras un objetivo, enfrentándose a distintos obstáculos- que a pesar de las sacudidas que sufrió la dramaturgia en el Siglo XX, siguió manteniendo la unidad del personaje, sobre todo a través del realismo mexicano y el norteamericano. Sino que procura la presentación de un ser humano fragmentado, siempre en construcción, que busca liberarse de la dictadura neoliberal que le plantea perseguir el objetivo de su complitud social. Tal afirmación –la evolución de la escritura dramática a partir de una nueva mirada sobre el objeto poético (el ser humano)-, que halla una resonancia en Sanchís Sinesterra : “No podemos seguir escribiendo como si no hubiera tenido lugar en el transcurso de un siglo la muerte de Dios; como si no se hubiera realizado la desintegración del sujeto del yo, y de la noción de persona como ya ocurrió en el tránsito del XIX al XX. (...)No podemos escribir Teatro como si no hubiera tenido lugar el desenmascaramiento de la falacia de lenguaje; el derrumbe del mito de que existía una correspondencia entre lenguaje y mundo, (…) Tampoco se puede continuar sin pensar en la crisis de los grandes sistemas, de los grandes relatos explicativos del mundo (...) No podemos ignorar que se han demostrado cuando menos insuficientes, sobre todo, en la medida en que pretendían ser totalitarios.”[10]; plantea, a grandes rasgos, las siguientes características: La hibridación y la fragmentación. La hibridación significa que en el recorrido del texto hay una renuncia a verlo como unidad, sea como unidad anecdótica, temática o de cualquier tipo y de este modo, el texto no gira en torno a un relato sino que pasa por distintas formas de él como un gran recorrido. La fragmentación consiste, en la renuncia a una pretensión de sistema y por tanto de síntesis final del texto. Los fragmentos, pues, son presentados como sucesos en sí mismos, que no pretenden alcanzar ni completarse con el resto, no pretenden objeto alguno que sí mismos. Lo anterior, deriva en una crisis de la acción, planteada tradicionalmente como a decir de Víctor Viviescas “alma y génesis de lo dramático” De modo que lo que hemos conocido como acción dramática halla, en la escritura dramática fragmentaria, su fracaso. Porque el sujeto de la acción del drama contemporáneo “es un sujeto sin centro, sin identidad, o con una identidad en construcción: construcción intertextual en la cual más que ser el objeto, es hablado, dicho y designado por los otros, por el discurso de los otros”[11] Así, “la escritura fragmentaria "replica" el desorden de la vida y renuncia a la pretensión sistemática de introducir el orden en dicho desorden.”[12] Porque de momento, toda pretensión de orden, iría aunado al orden social dictado, valga la redundancia, desde la dictadura. Así, la acción, se traduce en un devenir, en amplio sentido de posibilidad, en un amplio sentido de no representación de la consecuencia del comportamiento sino en su posibilidad, ajena ésta a cualquier objetivo del orden sociopolítico: “El fragmento se constituye en espacio de tensión entre la totalidad y las múltiples posibilidades de ella que el fragmento despliega”[13]
Lo que se plantea entonces, es una forma dramática que halla su origen en las crisis del drama del siglo XX y que ratifica su legitimidad hacia el final de ése y nuestros días; surge entonces, una noción distinta de la escena. ¿Cómo se representa o se presenta al personaje fragmentado? Jean Frederic Chevallier lo propone así: “pasamos de un teatro del representar a un teatro del presentar. Lo que pretende el escenario ya no es tanto representar una única y gran acción que pone en conflicto varios personajes según una línea destinal, sino más bien presentar o exhibir algo de la existencia humana (Guénoun), repetir algo de la vida misma (Deleuze), “producir la más alta intensidad (por exceso o por defecto) de lo que aquí está, sin intención”[14]
Se trataría pues, de hallar cómo, el Teatro contemporáneo, el Teatro de nuestro tiempo, un Teatro convulso y en crisis, inestable; pudiera dar respuesta a la desintegración de la unidad del ser humano, a la pulverización del gran relato de “su” Historia. Un Teatro que, haciendo del escenario el espacio de los fragmentos, el vehículo del pensamiento que intenta hallar el testimonio de su memoria; se sirva del actor ya no como el representador de un personaje, sino como una especie de arqueólogo del pensamiento, que recolecte, para la colectividad, los escombros la memoria colectiva y que precisamente, en conjunto con la colectividad –los espectadores- procure presentar los indicios de una identidad en construcción. Un Teatro que rompa el intento de dar por sentado que caminamos hacia un fin común y que por tanto, desligado de la preeminencia de la anécdota, pueda, mediante presentaciones –en el más amplio sentido, desprovistas de la distancia entre el presente de la vida y la representación de la misma-, dar cuenta de los pedazos de nuestra memoria.
Un Teatro cuya función social esté vinculada con la crisis del presente.
[1]En: Steiner, Georg “Lenguaje y silencio” Gedisa, 1986. Barcelona, España.
[2] Büchner, Georg. Woyzeck. 1:III
[3] Trosky, León “Literatura y Revolución” Cap. Final.
[4] De la Parra, Marco Antonio “SOBRE CÓMO LEER EL ULISESDE JAMES JOYCE A FINES DEL SIGLO XX” Ensayo.
[5] IDEM
[6] IDEM
[7] Beckett, Samuel. “LA ÚLTIMA CINTA DE KRAPP”
[8] Cfr.Schulz Genia en su monografía sobre Müller con respecto a la segunda edición de La Rectificación esto en Reichman Jorge HEINER MÜLLER. TEATRO ESCOGIDO I. Editorial Primer Acto. Buenos Aires, Argentina, 1988. pp. 127.
[9] Müller Heiner, según la edición de Rotbuch Verlag, vol. GI. Pp. 73., 1982. Esto en Reichman Jorge HEINER MÜLLER. TEATRO ESCOGIDO I. Editorial Primer Acto. Buenos Aires, Argentina, 1988. pp. 35
[10] Sanchis Sinesterra José en “La poética de la fragmentación” Curso dictado en el Diplomado Nacional de Dramaturgia 2006. Pátzcuaro, Michoacán.
[11] Viviescas, Víctor “EL HOMBRE ROTO”
[12] IDEM
[13] IDEM
[14] Chevallier, Jean-Frédéric “TEATRO DEL PRESENTAR” publicado en Documenta 1, 2006.